miércoles, 15 de mayo de 2013

Franco, como Pablito


Yo tenía unos 15 años. Se organizaba en el campo de deportes de la Escuela Domingo Savio un torneo de fútbol "Senior". Yo estaba de alcanza-pelota, atrás de uno de los arcos. En eso se arrima el “5” y me dice:

-Papá, me podes ver el nene.
-Sí, no hay problema- contesté.
-Tené cuidado que Pablito es especial. Es medio bruto para jugar. No mide la fuerza.

El nene, de unos 8 años, tenía síndrome de down.
Arrancó el partido y yo hacía mi trabajo mientras Pablito jugaba con una rama bastante larga. Hacía gráficos en el piso y después, con su pie, los borraba. Así, una y otra vez. Él, en su mundo, y yo, atento al partido: hasta ese momento no entendía la aclaración del padre sobre la fuerza. Yo, por ahí, lo hablaba y no me prestaba atención.

Segundo tiempo, el escenario atrás del arco era igual. En ese momento, se va una pelota por arriba del travesaño, a lo cual le alcanzo mi pelota al arquero y me voy a buscar la que se había ido del campo de juego. Apenas hago el primer paso, se me engancha el pie con la red del arco y allá fui: al piso. En ese instante Pablito dejó de garabatear y como si fuera un grito de guerra se escuchó de su boca un: “IIIIIIIIAAAAHHHHHH!!!”. Me empezó a dar ramazos, mientras carcajeaba. A todo esto, no podía desengancharme. Yo, medio sonriendo, le digo que pare (porque me estaba dando masa). Pablito interpretó que era un juego y me sacudió como 5 veces más hasta que me desenganché. Con una sonrisa en su rostro, volvió a su labor artística. Hasta el día de hoy me acuerdo de esa historia, y me río solo.

La pregunta del millón: ¿Qué tiene que ver que el salame del futuro taxista se enganche el pie con la red, con las historias de taxi?

La respuesta:
Miércoles, 10 de la noche: una señora y un niño, de unos 10 años, me hacen seña a la altura del Shopping de Duarte Quirós. Al subir, me dicen que van solo a diez cuadras, pero que el cristalito (niño, en jerga taxística) se había cansado de caminar. Apenas subió, el nene me dice: “¡Buenas!”. Yo le contesto igual. Él insiste diciéndome nuevamente: “Buenas”. Yo le contesto: “¡Que tal!”. Él insiste con su: “Buenas”. En ese instante, la madre le dice: “Ya está Franquito. Ya lo saludaste al señor”. Franquito sonrió satisfecho de haber cumplido, seguramente, con lo que le había enseñado su madre: saludar. De todos modos, me llamó la atención el porqué de su insistencia.

Habremos hecho una cuadra y el pequeño, que estaba sentado al medio de la butaca trasera, despega su espalda de la misma: apoyó sus codos en los respaldares delanteros, para tener mejor visión por el parabrisas. Habremos hecho una cuadra más, y la inquietud le ganó: me tocó el hombro, se tiró para atrás y se hizo una bolita en el asiento, mientras se reía. “Ya está Franquito”, le dice la madre, reprendiéndolo cariñosamente. “Franquito es especial. No se puede quedar quieto y quiere jugar con todo el mundo”, me explicaba la madre. Ya estábamos a escasos metros de la casa y escucho un: “¡Ahí! ¡Gracias!... ¡Ahí! ¡Gracias!”. Franco me indicaba dónde era su casa, y en la misma acción me agradecía.

Yo suelo regalarles una moneda a los chicos que se portan bien en el viaje, a modo de pequeñísimo premio. Es casi un acto de estricta justicia distinguir a los pasajeritos que se portan bien, de los que no (que son varios), aunque la culpa no sea necesariamente de estos. Franco, con su “Buenas” y su “Gracias” se lo había ganado cómodamente.

“¿Tenés alcancía?”, le pregunto, a lo cual Franquito me hace seña desesperadamente con su cabeza que sí. Se volvió a reclinar hacia adelante, apoyando sus codos en los asientos delanteros. “Tomá, para la alcancía”, le digo, dándole un peso. Al tomar la moneda, escucho que grita: “IIIIIIIIAAAAHHHHHH!!!”. En ese instante se me vino a la cabeza Pablito, a lo cual cerré los ojos esperando una trompada “juguetona” de Franco. Lo tenía a escasos 20 centímetros. Todo lo contrario: me dio un beso, en señal de agradecimiento, y se bajó. Si estas no son las cosas lindas del taxi…