lunes, 19 de octubre de 2009

“Vigilantes, cañoncitos y bombas”

Las historias de taxi no son solo infidelidades y desamores. Hay un montón de otras anécdotas que merecen ser contadas también. Sube al taxi una señora de unos 55 años en el centro y me dice que vayamos a la avenida Alem. Yo le pregunto de manera risueña si íbamos a barrio Firpo (lo hice en tono de broma porque así se llamaba antes el barrio. Actualmente es Barrio Gral. Bustos). La señora sonrió y me dice: “exactamente, al barrio de los baños públicos”. A mediados de 1900 en esa zona, cerca de las vías del tren, funcionaban unos baños públicos donde uno no solo tenía las utilidades propias de un sanitario, sino que también había duchas para higienizarse “al paso”.

“Yo viví toda mi vida allí. Mis padres tenían una panadería en ese lugar. Esa casa tiene mucha historia”, mencionó la pasajera. Pregunta obligada era indagar sobre alguna anécdota. “Uno de mis mayores recuerdos no es precisamente bueno y fue cuando tenía 5 años. Yo soy psicóloga y creo que me ha afectado mucho por el hecho de que aún me acuerdo de aquello”, a modo de introducción me dijo la señora. Su relato siguió: “era el año `55, la época de la Revolución Libertadora, y acá había un lío bárbaro. No se podía andar tranquilo porque había temor por la milicia subversiva. En cada esquina de la avenida Alem había militares apostados con rifles y otras armas”. El nivel de detalles que me mencionaba la pasajera me mostraba que el recuerdo estaba vívido e intacto. “A nosotros nos obligaban a fabricar pan para todos los soldados de la zona y, además, repartirlo”, me comentaba la señora. Yo le pregunté si el Ejército o bien el Estado le pagaba aunque sea los insumos, a lo cual la respuesta fue un rotundo no. “Hasta lo del pan todo bien, pero después de unos días, en los fondos de mi casa instalaron como una base para comunicaciones y tenía permanentemente militares en mi casa. En la parte más cruda de la Revolución hubo rumores de que bombardearían la zona de mi barrio, porque aparentemente había llegado a oídos de los subversivos que desde ahí se organizaban operaciones”, apasionadamente seguía su relato la pasajera. Y agregó:”en un momento nos obligaron a cerrar la panadería y a meternos todos en una pieza. A las horas, nos balearon la casa, aparentemente los rebeldes, y nos destruyeron parte de la edificación. Se escuchaban gritos y corridas. Las órdenes que el oficial de telecomunicaciones daba por medio del aparatejo que estaba instalado en mi casa no paraban. Fue terrible”.

El viaje estaba llegando a su fin, y la señora seguía contándome por menores y detalles de la historia, cosas que uno jamás se enteraría por medio de un libro de secundaria o univerdad. Una cuadra antes de llegar a destino me quedaba una duda, pese al gran poder de síntesis y relato que tenía la pasajera: si alguien le había pagado los daños de la casa. Le trasladé mi inquietud y la pasajera irónicamente me contestó: “No, pero a lo mejor pronto”. Ahí me di cuenta qué pregunta estúpida hice.

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