
Yo tenía unos 15 años. Se organizaba en el campo de deportes de la Escuela Domingo Savio un torneo de fútbol "Senior". Yo estaba de alcanza-pelota, atrás de uno de los arcos. En eso se arrima el “5” y me dice:
-Papá, me podes ver el nene.
-Sí, no hay problema- contesté.
-Tené cuidado que Pablito es especial. Es medio bruto para jugar. No mide la fuerza.
El nene, de unos 8 años, tenía síndrome de down.
Arrancó el partido y yo hacía mi trabajo mientras Pablito jugaba con una rama bastante larga. Hacía gráficos en el piso y después, con su pie, los borraba. Así, una y otra vez. Él, en su mundo, y yo, atento al partido: hasta ese momento no entendía la aclaración del padre sobre la fuerza. Yo, por ahí, lo hablaba y no me prestaba atención.
Segundo tiempo, el escenario atrás del arco era igual. En ese momento, se va una pelota por arriba del travesaño, a lo cual le alcanzo mi pelota al arquero y me voy a buscar la que se había ido del campo de juego. Apenas hago el primer paso, se me engancha el pie con la red del arco y allá fui: al piso. En ese instante Pablito dejó de garabatear y como si fuera un grito de guerra se escuchó de su boca un: “IIIIIIIIAAAAHHHHHH!!!”. Me empezó a dar ramazos, mientras carcajeaba. A todo esto, no podía desengancharme. Yo, medio sonriendo, le digo que pare (porque me estaba dando masa). Pablito interpretó que era un juego y me sacudió como 5 veces más hasta que me desenganché. Con una sonrisa en su rostro, volvió a su labor artística. Hasta el día de hoy me acuerdo de esa historia, y me río solo.
La pregunta del millón: ¿Qué tiene que ver que el salame del futuro taxista se enganche el pie con la red, con las historias de taxi?
La respuesta:
Miércoles, 10 de la noche: una señora y un niño, de unos 10 años, me hacen seña a la altura del Shopping de Duarte Quirós. Al subir, me dicen que van solo a diez cuadras, pero que el cristalito (niño, en jerga taxística) se había cansado de caminar. Apenas subió, el nene me dice: “¡Buenas!”. Yo le contesto igual. Él insiste diciéndome nuevamente: “Buenas”. Yo le contesto: “¡Que tal!”. Él insiste con su: “Buenas”. En ese instante, la madre le dice: “Ya está Franquito. Ya lo saludaste al señor”. Franquito sonrió satisfecho de haber cumplido, seguramente, con lo que le había enseñado su madre: saludar. De todos modos, me llamó la atención el porqué de su insistencia.
Habremos hecho una cuadra y el pequeño, que estaba sentado al medio de la butaca trasera, despega su espalda de la misma: apoyó sus codos en los respaldares delanteros, para tener mejor visión por el parabrisas. Habremos hecho una cuadra más, y la inquietud le ganó: me tocó el hombro, se tiró para atrás y se hizo una bolita en el asiento, mientras se reía. “Ya está Franquito”, le dice la madre, reprendiéndolo cariñosamente. “Franquito es especial. No se puede quedar quieto y quiere jugar con todo el mundo”, me explicaba la madre. Ya estábamos a escasos metros de la casa y escucho un: “¡Ahí! ¡Gracias!... ¡Ahí! ¡Gracias!”. Franco me indicaba dónde era su casa, y en la misma acción me agradecía.
Yo suelo regalarles una moneda a los chicos que se portan bien en el viaje, a modo de pequeñísimo premio. Es casi un acto de estricta justicia distinguir a los pasajeritos que se portan bien, de los que no (que son varios), aunque la culpa no sea necesariamente de estos. Franco, con su “Buenas” y su “Gracias” se lo había ganado cómodamente.
“¿Tenés alcancía?”, le pregunto, a lo cual Franquito me hace seña desesperadamente con su cabeza que sí. Se volvió a reclinar hacia adelante, apoyando sus codos en los asientos delanteros. “Tomá, para la alcancía”, le digo, dándole un peso. Al tomar la moneda, escucho que grita: “IIIIIIIIAAAAHHHHHH!!!”. En ese instante se me vino a la cabeza Pablito, a lo cual cerré los ojos esperando una trompada “juguetona” de Franco. Lo tenía a escasos 20 centímetros. Todo lo contrario: me dio un beso, en señal de agradecimiento, y se bajó. Si estas no son las cosas lindas del taxi…